Aquella vetusta Biblioteca Nacional

Luko Hilje Q. (luko@ice.co.cr)

Antigua Biblioteca Nacional – 1939

De entrada nomás, declaro que soy adicto. Asimismo, debo reconocer que el tipo de adicción de que padezco es incurable, ¡por fortuna!, de modo que superarla no me interesa y, más bien, de seguro la cultivaré siempre. Dónde empezó ese vicio, lo ignoro. Quizás fue en un hogar en el que nos faltaron muchas cosas materiales, pero nunca los libros, revistas ni periódicos.

Guardo como un verdadero tesoro el primer tomo, publicado en 1881, de un grande y bello libro intitulado “Historia Natural. Mamíferos”, del zoólogo alemán Alfred Edmund Brehm, el cual contiene más de 500 páginas de rica información, en papel brillante, con abundantes y excelentes dibujos. Mi abuela Ramona, quien siempre vivió con nosotros, lo había conservado por muchos años; en él está estampado el sello personal de Santiago Castro Arias, josefino que fungió como músico de la iglesia de mi natal Naranjo, y quien fuera su tercer esposo.

Morena y pequeñita, así como víctima de tres viudeces, no recuerdo haber visto a abuelita vestida más que de luto, pero conservaba intacto su sentido del humor. Asimismo, de firme carácter y gran temple, nada le impedía participar en todas las labores domésticas, además de encargarse de la huerta y las gallinas que teníamos. Y, como si el pesado y largo día no la agobiara, con su reposada voz algunas noches reunía a aquel tropel de nietos para leernos los cuentos contenidos en un grueso ejemplar gris del libro “Corazón”, del italiano Edmundo de Amicis; me gustaban en particular los cuentos “Sangre romañola”, “De los Apeninos a los Andes” y “El tamborcillo sardo”. ¡Mágicas eran las palabras e historias que brotaban de aquellas páginas!

Eso sí, dado a mejenguear cada vez que se podía -aun en el espacio más pequeño disponible- y a corretear por las calles y predios vacíos, ya en Barrio Bolívar o en Calle Morenos, debo confesar que me daba pereza leer libros, pero me encantaban las revistas cómicas y las historietas, así como “Billiken”, revista argentina bellamente diagramada y con lindas historias para niños.

Recuerdo que el primer texto algo extenso que leí en mi vida, fue un relato sobre el secuestro del pequeño hijo del famoso aviador Charles Lindbergh. Para entonces yo cursaba el cuarto grado, y una mañana el maestro don Antonio Mora Jiménez dijo que por un par de horas tendríamos una sesión informal de lectura. Y, aunque en la Escuela Don Bosco no había biblioteca, él apareció con una gran caja de cartón repleta de ejemplares de la revista “Selecciones”, del “Reader´´s Digest”, que alguien había donado. Elegí una al azar, y en ella hallé el citado artículo, que aparecía en dos o tres números consecutivos. Fue tal mi entusiasmo con la lectura de la primera parte, que al día siguiente pedí al maestro que nos permitiera más horas de lectura para terminar el artículo, a lo cual accedió, seguro de que había logrado el objetivo de inducirnos a leer por el gusto de hacerlo, y no porque estuviera programado en un rígido plan docente semanal.

Pero, en verdad, ese no fue más que un episodio pasajero en mi vida, pues no me convertí en fervoroso lector. Por el contrario, nunca leí -y aún hoy me remuerde la conciencia- dos libros que me deparara alguna Navidad, creo que por influencia de mis hermanas: “El corsario negro”, de Emilio Salgari, y “Veinte mil leguas de viaje submarino”, de Julio Verne. De nuevo, eran los juegos callejeros, y sobre todo el fútbol, los que consumían mis mejores horas de ocio.

Así fue, hasta que un venturoso día de marzo de 1965, iniciando mi educación secundaria, nos llevaron a la espaciosa y linda biblioteca del querido Liceo de San José. ¡Era la primera vez que visitaba una biblioteca! Pero al asombro se sumó la cariñosa y persuasiva voz de doña Maruja de Altamirano, invitándonos y motivándonos a leer. En los cinco años por venir, doña Marielos Cubillo -esposa del famoso futbolista Memo Hernández-, más los poetas Carlos Luis Altamirano y Carlos Duverrán, nos inculcarían el hábito de la lectura, induciéndonos a hacerlo de manera sistemática, analítica y crítica. ¡Qué fecunda, hermosa e indeleble aventura intelectual y estética fue esa!

Pero debo resaltar que, para que el amor por los libros se cimentara y se tornara irreversible, me faltaba visitar un templo del saber y la lectura, y eso ocurrió ese mismo año, cuando debimos acudir a la Biblioteca Nacional para consultar un texto sobre nuestras culturas aborígenes, de don Jorge Lines, del cual teníamos que calcar unas vasijas chorotegas, pues en ese entonces no existían las fotocopias en nuestro medio. Era tal la demanda por dicho libro, que tuve que ir tres días consecutivos a buscarlo, de manera infructuosa. Pero no desperdicié mi tiempo y, lejos de frustrarme, aproveché para husmear entre aquellos anaqueles repletos de libros.

Embelesado, desde entonces se me incrustó la costumbre de visitar bibliotecas y ojear en estantes, tomando libros al azar para palpar sus pastas, mirar con fruición las artes de sus carátulas, olisquear la tinta y el añoso papel, y sin prisa alguna leer y releer fragmentos, también al azar. Es decir, de sentir el libro con ánimo lúdico, sin un expreso interés académico o intelectual, sino por el mero placer de hacerlo. Y tanto me imantaron el olor a papel y tinta, que hace unos meses, cuando una amiga me mostró un aparato lector de libros electrónicos (Kindle), quedé asombrado de esa maravilla tecnológica, pero le comenté que quizás compraría uno si le incorporaran un botoncito que, al ser pulsado, emitiera un aroma a mixtura de tinta con papel añoso.

Serían muchas las veces que visitaría ese hermoso edificio, a cuya arquitectura e historia se refirió en detalle y con solvencia el amigo Andrés Fernández en el artículo “Delito de lesa urbanidad” (La Nación, Suplemento Ancora, 7-II-10). Entrañable lugar, en tardes de invierno, mirando llover con furia en el jardín interno, sus gruesas paredes nos abrigaban con tibieza maternal, y a esa sensación de intimidad contribuían la propia calidez del cedro y la caoba con que estaban construidos aquellos tres pisos de anaqueles, columnas, escaleras, barandas y pasillos, además de las mesas y sillas. Asimismo, de vez en cuando aparecía por ahí, como un pontífice oficiante de la cultura, su director, el poeta Julián Marchena; por cierto, su bella hija Isabel era profesora de francés en nuestro liceo. También ahí tuvimos el privilegio de conocer a numerosos intelectuales, que concurrían a ese abrevadero del conocimiento y espacio propicio para fértiles tertulias.

Aparte de nuestro interés por los libros, cabe agregar que, por fortuna, los obligados silencios del recinto no eran incompatibles con las miradas furtivas -mi timidez no me permitía más- a las lindas estudiantes que, provenientes de varios colegios de la capital, frecuentaban el lugar, y sobre todo las del Colegio Superior de Señoritas, ataviadas con su elegante uniforme de finas rayas celestes y blancas, pañuelo negro al cuello, enagua azul y largas medias negras. Por cierto, el amigo Eduardo Vargas, microbiólogo y escritor, al respecto nos ha legado el curioso cuento “La mujer morena que una vez llegó a la antigua Biblioteca Nacional”, en su libro “Breves relatos de ausencias”.

Lamentablemente, en 1969, año en que concluíamos la secundaria, el gobierno de don José Joaquín Trejos Fernández vendió ese inmueble, argumentando que enfrentaba serios problemas estructurales. De hecho, en su edición del martes 8 de julio, el diario “La Hora” anunciaba en su primera página que la víspera había sido vendido a la compañía Trisana, representada por don Vernor Lines, que ofreció 1.325.000 colones.

Y dos años después, el amado y vetusto edificio, ícono mayor de nuestra cultura moderna, era demolido, tras 62 años de funcionar como depositario de obras escritas, así como de espacio natural para la promoción de nuestras letras. Para colmo, con grotesca simpleza se instaló ahí un horrible parqueo -presente hasta hoy-, lo cual dice mucho de la falta de sensibilidad y respeto a nuestra historia por parte de la clase política que nos ha gobernado, promotora de un concepto de modernidad frívolo y truculento.

He escrito estas remembranzas con mi pecho y mente colmados de nostalgia, tras contemplar conmovido varias añejas y elocuentes fotografías que en estos días circulan en la internet. ¡Qué melancolía siente uno al evocar tantas cosas amadas y gentes ya idas! Y, en medio del enojo que también aflora, tan solo cabe ansiar que siempre haya ciudadanos vigilantes para que no se vuelvan a cometer atrocidades como estas, equivalentes a verdaderos magnicidios culturales.

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  1. #1 por Eugenia Lizano el 27 agosto, 2011 - 11:57 AM

    Desde muy pequeña siempre tuve curiosidad por saber qué había antes en ese parqueo al que mi mamá llevaba el carro para hacer mandados ….. Y con nostalgia me decía «¡Aquí estaba la Biblioteca Nacional! Y siempre le decía: debió haber sido muy linda por el único vestigio que veíamos …… Su muro …… La base de un horrible parqueo……. Es muy triste tener que conocer esos edificios sólo en fotografías y pensar que talvez en otra sociedad más orgullosa si lo hubiésemos recorrido……. Y creo que es más triste aún ese legado que se ha perdido: el de saborear una exquisita lectura con sabor a tinta y papel añejo de los libros! Como que no quisiera yo deshacerme nunca de mis revistas de Billiken que con tanta ansiedad esperaba cada sábado ó mi bella colección de Tesoro de la Juventud y sus láminas a color,¡incomparables………! Yo los guardo como mis mejores tesoros para cuando me muera alguien los quiera leer…….. Pero me pongo triste porque talvez sea lo primero que voten y digan » Mami sí guardaba chunches»

    • #2 por Dennis Meléndez Howell el 28 agosto, 2011 - 1:07 PM

      Lo más grave fue que, quienes habían comprado ese predio (incluido el edificio), cuando se enteraron que estaba por enviarse a publicar en La Gaceta una resolución para declarar el edificio como patrimonio arquitectónico, en un día y dos noches botaron el edificio. ¿Y para qué? Lo único que ha existido toda la vida desde entonces es un maltrecho parqueo.

  2. #3 por Mario Alberto Esquivel Fournier el 31 agosto, 2011 - 12:44 PM

    LIndo escrito el de Luko Hilje con el que me identifico , no solo por el mismo sentimiento en cuanto a nuestra Bibilioteca Nacional sino tambien por esas vivencias paralelas que creemos solo vividas por nosotros y se nos olvida que había tambien muchos niños en nuestra epoca de «niños» que leían y releían «Corazón», leían y recortaban los Billikens para adornar sus tareas escolares, se entusiasmaron con la lectura en dos números de Selecciones de Reader’s Digest del secuestro del hijo de Charles Lindeberg y disfrutaron de las obras de Verne y Salgari. Y aunque el vivir es ir cerrando círculos, algunos, ya cerrados, quedaran por siempre en nuestra memoria y da gusto encontrar coterráneos que también los vivieron.

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