Perra

En los años 50, todo el ganado que era traído al Valle o Meseta Central, como se le llamaba entonces, para ser sacrificado y abastecer de carne a la población, venía a veces de zonas tan alejadas como San Carlos o Guanacaste y era arriado, por varios días, hasta llegar a San José.

Como era de esperar, las reses sufrían una considerable pérdida de peso. Por lo tanto, antes de ser llevados a la plaza, que quedaba cerca del Matadero Municipal de San José, los hatos eran conducidos hasta unos potreros que quedaban en San Jerónimo de Desamparados, casi en el límite con Paso Ancho, a las orillas del río Tiribí, al otro lado del Potrero de los Padres. Allí los dejaban pastar por varios días para que recuperaran peso.

Cuando era niño, por el camino hacia el río, allá en Paso Ancho, era común, de pronto, oír el grito de prevención del jinete de alerta: ¡Viene ganado! Desde luego, todo mundo tenía que buscar resguardo, pues mucho era ganado bravo, y si encontraban algún distraído transeúnte, los toros lo podían atacar. No faltaba quien quisiera lucir sus dotes de torero, o entrenarse para las fiestas de Plaza Víquez y, con una camisa vieja, ponerse a hacer pases taurinos. Los toros perseguían a más de un atrevido. Más de una vez, me tocó presenciar la escena de algún prójimo, a veces con sus copitas entre pecho y espalda, que tenía que ser trasladado, en hombros, hasta el punto en donde se podía conseguir algún transporte para llevarlo al hospital: ¡había sido corneado por un toro!

Por ese entonces, el abigeato no era inusual. El ganado que se llevaba a pacer a esos potreros no podía mantenerse sin resguardo. El ganado debía siempre mantenerse vigilado, principalmente por las noches.

En el fondo de ese potrero, casi en la ladera del río, había un rancho destartalado en donde vivía un enigmático personaje. Solo supe que se llamaba Rafael, o Rafel, en jerga campesina. Nadie sabía exactamente su procedencia. Algunos decían que era originario de Puriscal. Se tejían leyendas sobre él, como que, su esposa había muerto en un misterioso accidente del cual se le inculpaba. Fuera o no su culpa, lo cierto es que su comportamiento era excéntrico, con visos de inestabilidad mental y con reacciones agresivas.

Los administradores del matadero le habían autorizado construir su rancho en aquel potrero, a cambio de que estuviese al cuidado de las reses que allí se llevaban. Para ayudarse en su tarea, Rafel adoptaba perros que le ayudaban en su labor, y que, además, le espantaban el ganado de su paso, cuando necesitaba salir, especialmente para ir al rastro por un poco de sangre y huesos, que eran parte de su alimentación y la de los perros. También iba a San José, los días de plaza, cuando esta se realizaba, los martes y viernes, en lo que hoy es el mercado Borbón. Allí conseguía desechos de verduras y compraba algunos otros víveres, con lo que la gente le daba de limosna y las propinas de los dueños del ganado que él les cuidaba.

Por esa razón, con el transcurso del tiempo se fue haciendo de toda una jauría. Lo normal era que tuviese entre ocho y diez perros. Y cuando iba a San José, aquel cortejo de canes lo acompañaba. Por esta razón, la gente, que nunca le falta inventiva, lo apodó Perra. Y es que, efectivamente, parecía una perra en celo, seguida por un montón de zaguates. Si entraba a algún lugar, como una cantina o una pulpería, o algún lugar en donde mendigaba comida o dinero, los perros lo esperaban afuera. Eso sí, si le daban algo de comer, salía a compartirlo con sus amigos caninos.

Pero no había nada que lo ofendiera más que lo llamaran Perra. Y de hecho, cuando pasaba por el mercado o en los alrededores de la Coca Cola, no faltaba quien le gritara su apodo. Como siempre andaba con un palo, que le servía entre bastón y cayado, perseguía a quien lo ofendía para pegarle, al tiempo que le devolvía todo tipo de improperios. Y en esa persecución no era infrecuente que no discriminara entre quien lo había ofendido y quienes eran simples observadores del espectáculo, aunque entre sonrisas y burlas. Volaba palo a diestra y siniestra, mientras sus perros compañeros ladraban desaforados. Aquellos fueron sus mejores años.

A mediados de los 60, cuando se abrió el Matadero Nacional de Montecillos, se cerró el matadero de los alrededores de la Carit. Ya hacía algún tiempo que se había empezado a ponerse de moda el traslado del ganado en camiones. El potrero de San Jerónimo fue vendido y Perra, con todo y sus perros, tuvo que salir de allí, convirtiendo, desde entonces, las calles y matorrales, en su morada. Su vida se tornó mucho más difícil.  Se le veía pernoctar, acurrucado entre sus perros, cerca de Salubridad (hoy Ministerio de Salud). Otras veces se iba cerca de los lavaderos de Barrio Amón, o en las tucas del Pacífico. Muchos de sus perros fueron muriendo, unos de viejos y desnutrición, otros atropellados por vehículos.

Un lluvioso día de octubre, Perra fue encontrado muerto en un lote baldío en Barrio Keith (o Cristo Rey), en medio de la basura y el monte. A su lado, solo lo acompañaban dos huesudos perros, únicos testigos mudos de su agonía. Fue llevado a la morgue del San Juan de Dios y, se le enterró, junto con otros cadáveres no reclamados, en una fosa común en el Cementerio Calvo.

Nadie supo nunca si el dolor que le desquició su cabeza, por la muerte de su esposa, fue un amargo remordimiento o una pena que no pudo arrancar jamás de su mente.

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  1. #1 por Guillermo Sancho Mora el 28 diciembre, 2011 - 9:15 PM

    Cuantas historias, como esta, pasarán desapercibidas, como si no se tratara de seres humanos que, quizás, si los conociéramos, nos sorprenderíamos de sus vivencias; es triste pensar que ahora mismo, entre cartones y basura, hay personas deshechadas por la sociedad que tienen alguien que los añora y no hay manera de que se les brinde la posibilidad de reconocer el valor que, como personas, les es implìcito. Muchas gracias, Dennis, por recordarnos que no debemos olvidar a los semejantes y que, aunque a este personaje de tu historia le disgustaba ser llamado perra, en realidad le estaban mencionando lo más cercano a la compasión que se puede sentir entre seres vivientes.

    • #2 por Dennis Meléndez Howell el 1 enero, 2012 - 12:30 PM

      Estoy seguro de que, detrás de cada uno de esos seres que deambulan por las calles, pidiendo limosna, consumiendo droga o alcohol, hay toda una historia. Me provoca sentimientos encontrados ver, casi todas las mañanas cuando voy hacia el trabajo, un grupo de indigentes que se reúnen a desayunar debajo de un árbol de lorito que hay en la radial Tournon-La Uruca. Lo he denominado: «The breakfast club», pues me parece que, como en la película homónima, se deben reunir para comentar cada uno sus traumas sicosociales.

  2. #3 por olman lopez el 28 diciembre, 2011 - 9:57 PM

    Hola, Sr. Meléndez. Gracias por este documental. Que Dios lo bendiga.

  3. #5 por francisco escobar el 29 diciembre, 2011 - 1:42 AM

    Más que una crónica, este es un hermoso cuento literario de sabor histórico. Yo vivía por el Matadero, allá por San Cayetano y, al regresar de la escuela, me encaramaba en la barrera de los corrales y veía cómo arriaban a las reses hacia su sacrificio. Siempre tuve el sentimiento doloroso de estar en un campo de exterminio. Felicitaciones.

    • #6 por Dennis Meléndez Howell el 1 enero, 2012 - 12:34 PM

      Esa calle, entre la Maternidad Carit, o La Garantía, y Plaza Víquez (el González no existía), siempre fue enigmática para mí: el Matadero, la Escuela Ricardo Jiménez, las tucas, el MOPT. Y detrás de La Garantía, hacia el María Aguilar, el basurero municipal, lleno de zopilotes. Al otro lado del rio, yendo hacia Paso Ancho, los lavaderos públicos (antes de que el río fuera desviado).

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