Limpiar la mesa con papel…¡pleito seguro!

Recuerdo de mi vida: 28 de octubre de 2007

Mariposa negraLa gente tiene muchas supersticiones, las cuales se vuelven parte de su forma de ser. Durante mi infancia y adolescencia creí sinceramente en muchas de ellas. Pasar por debajo de una escalera, regar la sal,cruzarse con un gato negro son supersticiones universales. En mi casa, había otras, heredadas de nuestros ancestros, tales como sacudir los papeles antes de botarlos para evitar que se lleven la suerte o no limpiar la mesa con papel, para evitar pleitos familiares. En retrospectiva, esas supersticiones constituyen verdaderas anécdotas.

No me ha sido posible recordar, a qué época correspondían algunos cuentos que eran repetitivos en mi casa, pero que siempre me causaban escalofríos.

Maldades de las brujas,
 
Contaba doña María que, en cierta época, en la casa, entiendo que ya en la de su matrimonio, sucedían eventos muy extraños, que ella no dudaba en atribuir a las brujas, y que quizás, hoy, les llamaríamos paranormales. En el medio de la noche, cuando todo mundo dormía, de repente, se oía una agitada actividad en la cocina. Era claro que algo, o alguien, estaba en la cocina y abría bruscamente gavetas y armarios, haciendo que todas las cucharas y tenedores fueran a parar estrepitosamente al suelo. Ollas y cazuelas chocaban unas contra otras, al tiempo que los perros, empezaban a ladrar y los gatos salían despavoridos.

Cuando, muertos de miedo, alguien se levantaba a ver qué ocurría, se percataba, algunas veces, que no había sucedido absolutamente nada. Pero otras veces, todos los trastos estaban traslocados y tenedores, cuchillos y cucharas aparecían esparcidos por el suelo. Ante aquella andanada de evidencia ¿quién podría tener dudas de la existencia de las brujas? Nunca supe, o al menos no recuerdo si se mencionó alguna vez, cuándo acabaron esos eventos, ni cómo se hizo para que desaparecieran: ¿se fueron solos, así como llegaron? ¿Se hizo algún tipo de exorcismo? ¿Se hicieron sahumerios de ruda? ¿Algún cura echó agua bendita?.

Pero una cosa si parecía clara: don Ramiro aparentaba no creer en brujas, o al menos, se mostraba poco temeroso. Doña María las mencionaba en medio de risas, lo que le hacía a uno desconfiar si verdaderamente les temía o si, simplemente, no descartaba su existencia, por si acaso: “yo no creo en brujas, pero que las hay, las hay”, era el estribillo que no se cansaba de repetir.

Lo cierto es que durante mi infancia, en realidad nunca fui testigo de ninguno de esos fenómenos paranormales que sólo ocurrían antaño: “es que la gente de antes era muy mala”, – decía doña María.- “Ahora ya no se ven esas cosas”. Y aquello era en realidad una tranquilidad.

 
El cadejos o el demonio hecho perro
 
El único hecho que vino a perturbar aquella calma de acontecimientos paranormales o de ultratumba, fue una vez, allá por 1958, en que a eso de las 4:30 de la madrugada, el guarda de los camiones, que ya para ese entonces se habían instalado en la casa de “Melia”, llegó a despertar a mi papá. Le dijo que en horas de la noche, había visto rondar los alrededores de nuestra casa, un perro negro, muy grande, de ojos rojizos muy brillantes y que hacía extraños ruidos.

Ante aquella conversación que se desarrollaba en el escaño del corredor, me levanté sobresaltado, probablemente con una sobreproducción de adrenalina. Al oír aquellos cuentos, sentía la emoción de una aventura nueva, algo inusual para contar a mis amigos, al tiempo que muy en mis adentros sentía temor y miedo de lo que estaba oyendo. ¿Sería que habían vuelto las brujas? ¿Sería que el cadejos, tan largamente negado en mi casa, al cual se le relegaba a un espanto de leyenda, sí existía? ¿Sería que alguien nos quería hacer daño?

Don Ramiro se levantó y estuvo conversando un rato con el guarda, Pedro creo que se llamaba ese guarda. Pero luego, mi papá entró a la casa, algo le dijo a mi mamá, y se volvieron a acostar. Yo me fui a mi cama, pero le daba vueltas en mi mente a aquellos hechos: ¿Cómo podía mi papá, ante un acontecimiento de tales dimensiones, parecer inmutable? ¿Cómo podía mostrar indiferencia ante un evento de tales características? Y lo peor, me pareció que más bien sentía desconfianza del pobre señor que nos quería proteger de aquel mal de las tinieblas. Sin embargo, el tema quedó enterrado desde esa misma mañana: nunca más se dijo media palabra del incidente.

Las brujas se quedaron dormidas en la historia
 
Pero, después de oír todos esos cuentos, sólo pensaba en la dicha que había tenido de nacer en una era tan moderna, en que las brujas ya no salían a asustar a la gente en las noches, a moverles la casa como si estuviese temblando, a hacer que se cayeran estrepitosamente las tejas de los techos, a reírse a carcajadas cuando las señoras estaban solas, a romper los jarrones de la sala, a hacer que se cayeran las cucharas y se desorganizaran las ollas y sobre todo, a causar males y a dejar a los tíos, como Humberto, “caminando en cuatro patas”, como decía tío Rafael.
Las supersticiones se negaron a morir
 
Pero eso sí, en mi casa existían algunos códigos de conducta, señales que no debían ser desobedecidas. Era muy claro que había una serie de preceptos que debían ser cuidadosamente observados, como si los mandara la Santa Madre Iglesia, o como si los hubiese dicho un padre, según el dicho de Henry, recordando un incidente con una débil mental que llegaba por la casa y que se llamaba Nazaria.
La palomas negras y la muerte de mi hermana Aura
 
Si algo causaba pánico a mi mamá, y era cuando se le veía verdaderamente temerosa, era en las ocasiones, no poco frecuentes,  en que si aparecía una paloma negra en la casa: “es un presagio de muerte: algún familiar cercano, va a morir pronto”.

Y ¡cómo no le íbamos a creer!: pocos días antes de la muerte de Aura, una paloma se plantó en uno de los horcones de la galera, y por más que se le espantaba o se le trataba de matar, la mariposa huía y se metía entre la leña, en donde era imposible de localizar. Recientemente don Ramiro había cortado un guajiniquil, para que hubiera suficiente leña en la casa, y toda estaba apilada en la galera.

A los pocos días de la presencia de la susodicha paloma, una mañana muy temprano, mientras jugaba con mi entretenimiento favorito, el barro, cerca del portón grande la casa, entró Verny. Venía corriendo, con cara desencajada y con gesto de no haber nunca antes tenido que dar una noticia así. Me dijo, apenas de pasada: ¡se murió Aúra! Y siguió corriendo para la cocina.

No sé qué pasó a partir de ese momento en la casa, pues no me atreví a entrar. Más bien, mi reacción instintiva fue correr para “allárriba”. No me dejaron entrar a la casa (como de costumbre, si estaba jugando con tierra, seguramente “estaba como un limpión”, según decía Miryam. Pero desde fuera pude ver que adentro estaba Myriam llorando y había otras personas, las cuales ahora no recuerdo quienes eran: quizás los otros hermanos, no lo sé. Es lo único que recuerdo.

Luego, ávido de noticias, me regresé a la casa de abajo, en donde la sentencia inmediata fue que me tenían que bañar y ponerme la ropa de domingo, porque iba a llegar mucha gente. ¡Cómo odiaba aquella ropa de domingo, porque con esa, no podía hacer lo que más me gustaba, escarbar la tierra! Desde luego que Leda me “eschingó”, y me bañó en la pila de la cocina, que quedaba a la par del baño. Y me puso la ropa de domingo, y las zapatillas que tanto odiaba, las cuales me había regalado Rodrigo.

Claro que apenas estuve catrineado, con mi infaltable pantalón corto de casimir, mi camisita de cuadros café que me había hecho doña María, y mis infaltables tirantes, que evitaban que se me cayeran los pantalones, pues mi desnutrición hacía imposible que se me sostuvieran con solo una faja, corrí de nuevo para “allárriba”: era el sitio de los acontecimientos y uno no podía perdérselo.

Luego, vino la llegada del ataúd, la instalación de éste en la sala, los sacos de gangoche repletos de hielo, el cual se lo ponían adentro, en el ataúd. De un momento a otro, empezó a llegar gente. Entre las pocas personas que recuerdo, fue Pera, quien, como rezadora profesional, de inmediato empezó los rezos. Y llegó luego Porfirio, y José Luis Jiménez y, cuando me dí cuenta,  la casa se inundó de gente.

Hacia la tarde, se apareció don Ramiro con dos sacos de manta, repletos de pan: ¡es para vela!, dijo. Yo descubrí con placer que, además de pan, también venían galletas dulces y biscotelas, y a como pude, saqué algunas que me aliviaron cualquier dolor por la muerte de Aúra, quien de todas formas, fue siempre una hermana muy lejana. Debo confesar que le tenía algo de miedo, pues siempre estaba enferma, siempre había que hacer mucho silencio por donde ella estaba, y sobre todo, uno no podía estar sucio. Lo poco que recuerdo de ella era su gesto adusto y su enojo conmigo. Quizás por eso, una galleta o una biscotela fueron recompensa más que suficiente para compensar cualquier dolor por su partida.

Una noche especial para cuentos de ultratumba
 
Aquella noche, mientras mi papá y los hermanos mayores estaban en la vela, a todos los chiquillos nos mandaron para la casa de abajo. Incluso Verny, quien por esa época, no sé si por castigo o por falta de espacio “allábajo”, estaba viviendo con “los mayores”, como les decía doña María. Recuerdo que esa noche, todos , Henry, Verny, Miguel y yo, nos acostamos en la cama con mi mamá. Y empezaron los cuentos de antaño, de brujas, de aparecidos, de maleficios. Hablamos, como siempre de los ancestros familiares, de los antiguos habitantes de San Sebastián, de la casa del peñón, de los muertos famosos, de la historia de la muerte por tristeza de don Ramón, mi abuelo paterno. Los ojos de Alhelí se proyectaban en la pared, (Alhelì era un gato que había existido en mi casa. Por algún hueco de la pared se filtraban dos rayos de luz que nunca identificambos su origen, a los que Henry bautizó como, los ojos de Alhelí ). De tiempo en tiempo, en aquella vela personal alejados de la muerta, se oía gente transitar por la calle, conversando: “¡seguro van para la vela!”, decía mamá

Doña María empezó a recordar los duelos que había vivido: la muerte de su mamá, de un cáncer en el estómago; la muerte del abuelo Carlos, de aquella infame pulmonía que cogió, por el mal aire que pescó al salir del hueco en que estaba instalando una nueva sierra, en el aserradero de San Sebastián; la muerte de Mona y Atanasia, y la de Lola Chávez. Y allí fue donde dio la sentencia que resonaría en mis oídos por toda mi vida: “en todos esos casos, antes de que cada uno de ellos muriera, siempre hubo una paloma negra que había llegado a anunciarlas”. Y desde luego, agregaba, «yo supe que Clemencia se iba a morir el día en que lo hizo, pues una paloma negra pasó volando por el corredor, en donde yo estaba dándole bebida con leche a mi Yunitor». Y Claro, ¡también ella ya sabía que Aura estaba lista para morir!: “esa confiterísima paloma se había metido en la galera”. ¡Ya ella lo sabía!. Para mis adentros me dije: “malditos bichos, ¿por qué Dios los puso en este mundo si lo único que traían eran desgracias?”.

Y desde entonces, siempre veía con gran recelo esas enormes mariposas, a las cuales llamábamos palomas, y eran especialmente atemorizantes las que tenían unos ojos pintados en sus alas: se me parecían a los ojos de Alhelí.

 
Y la literatura era prueba fehaciente de que eso era verdad
 
Como dato curioso, que he hilado en mis años viejos, está la gran atracción que para doña María tenía la novela de Jorge Isaacs: María. Ella siempre suspiraba por esa historia, y lo que nunca faltaba en su relato, fue cuando Efraín regresaba de Londres a la hacienda El Paraíso, a la orilla del Cauca, obligado por la noticia de la enfermedad de María, y aún antes de que Emma, la hermana de María le diera la mala noticia, él ya la sabía, pues en el regreso al bajar de la lancha que le traía de Bogotá, un ave negra se le había interpuesto en su camino. Y ese párrafo, era lo que mi mamá más destacaba: “un ave negra se interpuso en su camino, y dando un grito de dolor, alzó el vuelo” (esto lo medio recuerdo de memoria, o sea, es posible que no esté así en ninguna parte de la novela).

Creo que el temor, el respeto o el recelo hacia las palomas negras era generalizado para toda la familia. No sé si porque en general ese miedo a esas pobre mariposas era una tradición campesina muy común en el país, o muy particular para nuestra familia, quizás porque doña María, con esos mismos cuentos, nos creó esa aversión. Recuerdo que Nidya era una de las que más recelo les tenía. Cada vez que aparecía una en la casa hacía lo imposible por deshacerse de ella. Y también Vin, alguna vez lo ví tratando de eliminar alguna, al tiempo que comentaba sobre el mal agüero que significaban.

Son cuentos de camino, decía mi mamá
 
Pero bueno, quizás era parte del bagaje de creencias y supersticiones tan comunes en Costa Rica, y seguramente en muchos otros pueblos. Pero eso sí, si bien la gente decía que ver un gato negro, pasar debajo de una escalera o quebrar un espejo era de mala suerte, creo que en mi casa se le veía a esos cuentos casi como anécdotas. Pero eso sí, nadie querría quebrar un espejo o pasar debajo de una escalera. Siempre que iba por alguna parte en que tenía que pasar debajo de una escalera, por si acaso, prefería rodearla. Lo del gato negro lo considerábamos una infamia: en mi casa casi siempre hubo gatos negros, o por lo menos negro con blanco, y nunca los consideramos de mala suerte.

Pero sí había algunas supersticiones muy acendradas en nuestra cultura familiar. Definitivamente era muy respetable la creencia de que, si llegaba una visita que tardaba en irse, con mucho disimulo mi mamá nos mandaba a poner la escoba detrás de la puerta. Claro que pocas veces funcionaba, hasta que Nelly, una de las tantas empleadas domésticas nos sacó del error: “es que hay que poner la escoba volcada, y tirarle un poco de sal en el piso”. Me imagino que talvez así resultaba más efectivo, pero no estoy seguro si era porque finalmente las indeseadas visitas finalmente se daban cuenta del ajetreo, o llegaban a percibir el desasosiego que nos embargaba.

Era tarea obligatoria que, siempre que se regresaba del cementerio había que lavar la suela de los zapatos, pues podìa tener restos de tierra de ese lugar y, por lo tanto, si se conservaba, amenazaba con contaminar el piso de la casa. Eso atraería a los espíritus y después, «iban a empezar a asustar».
 
El miedo a los cuyéos
 
Siempre nos crearon miedo y recelo al canto de los cuyéos, esos pájaros nocturnos con un canto lánguido y triste que, por onomatopeya, les dieron su nombre. Eran tiempos en que en esos lugares, hoy integrados como barrios bajos a la ciudad de San José, abundaban esas aves. Son aves de mal agüero, decía mi mamá Y cuando nos tocaba caminar de noche, la distancia entre las dos casas en que vivíamos (la de allárriba y la de allábajo) y esccudhábamos un cuyéo, no podíamos evitar sentir escalofríos, y apurar el paso para llegar a la casa, y esperar que no ocurriera ninguna desgracias.
 
Comprobado: limpiar la mesa con papel
 
Otro rito que había que respetar, a rajatabla, era el de no limpiar nunca la mesa con papel: “eso provocaba pleitos en la casa”, decía doña María. Y efectivamente pude comprobar que eso era absolutamente cierto. Cada vez que alguna de las empleadas domésticas se tomaba el atrevimiento de hacerlo, de inmediato mi mamá le caía encima, no solo la regañaba sino que era motivo prácticamente de despido. Y no estoy seguro, si alguna de las empleadas fue despedida a raíz del pleito que se formaba por eso. Y la prueba más fehaciente se daba cuando don Ramiro, en una actitud, no sé si de reto o de burla, al propio se ponía a limpiar la mesa con una servilleta (la verdad no sé si existían las servilletas de papel en aquel entonces) o, lo más común, con un papel de pan. Apenas lo veía doña María, aquello se volvía Troya. De inmediato se ponía roja de la ira, y empezaba a regañarlo, primero con una regaño lento, pero que iba aumentando en intensidad, hasta convertirse en un conflicto conyugal abierto, el que no pocos veces conducía a los viejos reclamos porque don Ramiro le vendió la casa “que era muy mía, porque era la herencia de mis papás”. El pleito adquiría dimensiones catastróficas en cuanto Henry, medio entre burla, medio entre reclamo, exclamaba repetidamente “¡miche!, ¡miche!. Y no era suficiente que don Ramiro, enojado y aporreado, “cogiera las de Villadiego” y se fuera para la calle, a algún destino que sólo él sabía, y no se podía aparecer hasta bien entrada la noche. Y cuidado si, a las tres de la mañana, se oían las discusiones y las vociferaciones de parte de doña María, quien a raíz de la famosa limpiada de la mesa con papel, le pasaba por su memoria la película de todos los resentimientos pasados.

Así es que, si de algo estoy seguro es que, limpiar la mesa con papel, ¡es pleito seguro!.

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