Trinidad Arriola

Jorge Valdelomar Zúñiga

Querer es poder, reza el adagio popular. Siempre he creído que el factor volitivo – para usar una palabra cursi- es fundamental para vencer los obstáculos difíciles de la vida.

Las vueltas de la vida me llevaron a conocer a la familia Arriola, que floreció en el distrito de Ocaña de Desamparados,  cantón tercero de San José.

El primer miembro que conocí, casualmente, fue Erlindo. Eso fue en el año 1950, en la región de Surbotoc, al sur de lo que hoy es el Parque Internacional de la Amistad.

En ese tiempo, Surbotoc, lugar de abundantes montañas y ríos caudalosos, era habitada por indios chiricanos, por emigrantes del Valle Central de Costa Rica y por otros forasteros procedentes de diversos países de Centroamérica. Muchos de ellos hacían malabares para tratar de pasar desapercibidos para la policía del Resguardo Fiscal.

Erlindo Arriola era de pequeña estatura, escasas carnes, pálido como cala y con una verdadera constelación de pecas en toda su piel, además de algunas manchas en su cara, del color del camote. Desde el fondo de sus cuencas profundas, sus ojos alumbraban llenos de astucia e inteligencia. Con sus flacas manos confeccionaba infinidad de artesanías y artículos utilitarios: canastos de bejucos; hélices y avioncitos de burío; y jaulas de tora para capturar pájaros. En aquellas remotidades no había nadie interesado en capturar pájaros y mucho menos, mantenerlos cautivos. Era muy ingenioso para inventar adivinanzas, las cuales nadie lograba resolver. Definitivamente, era un tipo muy inteligente.

A principios de 1954, me trasladé desde Surbotoc a Ocaña de Desamparados. Por esas casualidades de la vida –si es que estas existen-, me encontré en ese lugar el vecindario de los Arriola, familia de la cual había salido Erlindo. Estaba situado en lo alto de una callejuela sin salida que conducía al río Jorco. Allí había más barro que en todas las calles juntas de Ocaña. La fila de ranchos desharrapados iba a morir hasta la propia orilla del río.

La familia Arriola era muy numerosa y vivía en la miseria. Muchos padecían de males congénitos y de diversas enfermedades, de las cuales solo escapaban con la muerte. Abundaban los enfermos del corazón, de las articulaciones, de asma, de los pulmones; todos los chiquillos, y muchos adultos, eran consumidos por los parásitos intestinales que acaparaban los pocos alimentos que llegaban a sus estómagos. Constantemente hacían aparición la tifoidea, el tétano, la malaria, la poliomielitis y el herpes, para complicar aún más la angustia y el dolor de aquella gente. Las plagas de niguas, pulgas, alepatos, tórsalos, garrapatas, alacranes, arañas pica-caballo, totolates y el resto de sabandijas, no dejaban en paz a aquel desventurado grupo humano.

Cada vez que aparecía una epidemia en Ocaña no hacía excepción en la ranchería de los Arriola: les atacaba con especial inquina. El número de sus miembros era decreciente pues lo corriente era que los decesos fueran más que los nacimientos.

Por lo menos la mitad de los que yacían en el cementerio de La Villa, que se hallaba a tres kilómetros de Ocaña,  eran de esa dinastía. Perdidos en la espesura de los cipreses, había una zona dominada por una fila de cruces y palos, en los que se adivinaban vestigios de la letra A, símbolo inequívoco de su apellido.

El miembro más conspicuo de esa familia se llamaba Trinidad Arriola. Lo conocí a principios del mismo año, 1954. Al conocerlo, me costó adivinar si era hombre o mujer, tal su grado de deterioro físico. Su edad andaría por los veinte años y, como sello indeleble de la genética familiar, era lleno de pecas. Aunque flaco y desmedrado, su cuerpo lucía abotagado y panzón. Padecía del corazón y los pulmones, y de un asma que atormentaba aún más su paso por esta tierra. Aún así, él no mezquinaba a nadie una sonrisa. Era alegre, optimista y resuelto, lo que hacía difícil entender que aquella psiquis y espíritu pertenecieran a aquel infortunado cuerpo.

Llegó el verano, y con él, la cogida de café y las fiestas de Ocaña. Unas guitarras desafinadas vibraban en el cafetal al compás de la música ranchera mejicana. De pronto, miré a Trino agarrarse con toda fuerza de una mata de café. Por un momento creí que se iba a desmayar. Por el contrario, lanzó un grito de huapango que estremeció el cafetal. Luego quedó con los ojos dando vueltas y los labios amoratados, mientras hacía esfuerzos para halar penosamente el aire. Gritó como le dio la gana. Su entusiasmo y alegría retumbó en el eco de las montañas.

Esa no fue la única ocasión en que lo vi hacer lo mismo. La escena se repetía con frecuencia y, cada vez, parecía como si no fuese otro ser quien gritaba desde sus entrañas.

En aquellas cogidas de café, cuando el sol del verano se filtraba entre la espesura de los chilamates, nunca faltaba Trino, uno más de aquella multitud de cogedores. Le acompañaban, infaltablemente, sus chistes ingeniosos y su alegría. Su flacura le hacía lucir como una de las tantas ranas que saltaban entre los mamones de los cafetos.

En 1965, el país se vio azotado por fuertes temporales. El Comité de Salvación Nacional se reorganizó y tuvo gran protagonismo en la atención de la emergencia. Trinidad Arriola fue uno de los nombres que encabezó la lista de voluntarios que integraron aquel batallón.

En aquellos tempestuosos días, Trino marchaba de Ocaña hacia La Villa, batiendo barro con sus botas. Con su capa y su casco, cargaba una pesada maleta con los implementos de primeros auxilios. Solo Dios sabe cuánto le costó recorrer a pie aquellos tres kilómetros, dado su pésimo estado físico. Era difícil entender cómo hacía para socorrer a los damnificados, quienes, a la larga, estaban en una condición física mil veces mejor que la suya.

Terminados los temporales, el Comité arrolló sus lonas y Trino volvió a la rutina de su rancho.

Cuando llegó el verano de 1966, uno de los más fríos de aquella época, el clima resultó fatal para la ya menguada familia Arriola. Por las noches, semejante a un canto de ranas en las primeras lluvias, se escuchaba en aquella ranchería, un verdadero coro de almas tosiendo. Tal era la epidemia, que hasta los perros tosían. Los muchachos les ponían un mecate con pedazos de olote en el cuello, en la creencia de que eso les aliviaba la tos.

En esos días murieron casi todos los Arriola. La muerte silenciosa se los fue llevando, uno a uno, sin que nadie les ayudara en su agonía. Las cruces y palos del cementerio de La Villa se multiplicaron en el rincón asignado a esta familia. Los pocos de ellos que sobrevivieron entre las latas de la ranchería empezaron a emigrar, sin que nunca nadie supiera para dónde ni cuál fue su destino. Sólo quedaron unos cuantos perros y gatos flacos y sarnosos deambulando por el lugar, y una lora desplumada, triste y silenciosa.

El único Arriola que quedó en Ocaña fue Trinidad. Siempre alegre y optimista, amante de las fiestas y las guitarras. Cada vez que se le presentaba una oportunidad, lanzaba al viento el grito de los huapangos, como diciéndole al mundo: ¡Aquí estoy todavía!

En esos días de 1966 la vida me alejó de Ocaña. Pero conmigo llevé el recuerdo de Trino, y sobre todo, de su heroísmo. Eso me ha dado ánimo a lo largo de mi vida para saber enfrentar las adversidades.

Por muchos años guardé en mi mente el deseo de volver a Ocaña para saber qué habría sido de Trinidad Arriola. Por fin, en el verano del 2001 regresé al barrio. Me contaron que había muerto hacía pocos meses, a sus 67 años de edad y que, como cosa curiosa, en la última época de su vida, su salud mejoró notoriamente.

Hasta el final, su espíritu fue capaz de mantener un control férreo de aquel cuerpo enfermo y frágil. Su voluntad fue inquebrantable; murió cuando le dio la gana y solo porque tenía que morir y porque la espesura de pinos y cipreses del cementerio de La Villa lo reclamaban con insistencia Por eso sigo creyendo que: ¡Querer es poder!

  1. #1 por francisco escobar el 2 enero, 2012 - 2:00 AM

    Esta es una pequeña e implacable obra maestra. Toda Costa Rica es una gran pequeña Ocaña y todos los ticos, a lo mejor, somos de la familia Arriola. No deje de contarnos esas cosas de esa forma tan bella que usted lo hace.

    • #2 por Dennis Meléndez Howell el 6 enero, 2012 - 6:37 PM

      Gracias Francisco. Ese relato lo escribió un hermano mío, hijo de mi padre, quien se llama Jorge Valdelomar (no lleva el apellido Meléndez).

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