La falta de motivación hace fracasar cualquier estructura

Julio de 1998

Para el éxito de cualquier actividad humana se requiere contar con una adecuada motivación. Ello es aún más importante cuando la actividad representa nuestro “modus vivendi”, es decir, nuestro trabajo cotidiano. Si no se tiene ánimo suficiente para desempeñar adecuadamente las labores diarias, el trabajo se vuelve pesado y desagradable.

Es útil distinguir entre el síndrome de falta de motivación de otros.  El desánimo, el estrés, la inseguridad, los problemas familiares, económicos o de salud, el bombardeo de noticias pesimistas, etc., son factores externos que nos impiden un desenvolvimiento normal y se traduce en falta de ganas para trabajar. Si bien el consejo profesional oportuno, la ayuda espiritual o la amistad pueden ayudar a sobrellevar estos problemas, el primer paso para superarlos es reconocer,  en lo posible neutralizar su causa primigenia. Aún menos puede ayudar un programa motivacional para hacer cambiar la actitud fatalista originada en aquellos factores.

Desde un punto de vista puramente económico, hay falta de motivación cuando la retribución que se recibe (incluyendo la pecuniaria, desarrollo profesional, satisfacción por lo que se hace, apreciación personal, recompensas afectivas, etc.) no resulta, a nuestro parecer, suficiente para compensar la insatisfacción que nos produce el tener que trabajar.

A veces sentimos que la retribución es baja, no tanto por los aspectos salariales sino por otras razones, como por ejemplo, simplemente porque lo que hacemos no nos atrae, o bien porque el entorno en el cual nos corresponde laborar es inadecuado.  Cuando se tiene una tipología de estas, es necesario replantearnos nuestras prioridades, y sobre todo revisar nuestras expectativas. A veces puede ser un problema de sobrevaloración personal, que puede tener un asidero real, pero que, por las circunstancias, o por falta de oportunidades no se materializa. En casos como estos, pretender resolver el problema buscando aumentos de sueldo es inútil, pues más bien tiende a generar reacciones adversas en nuestros superiores.

La motivación existe cuando uno está convencido de la importancia de su trabajo, y de su contribución al bienestar general. ¡Que desagradable es sentir que lo que uno ha hecho con esfuerzo y dedicación no sirve para nada, a nadie o para nada es útil y por lo tanto, aquello no vino a contribuir en absoluto a la producción de la organización!. Es de alguna forma sentir que se nos está pagando por algo que no nos hemos ganado. Hay que reconocer que no siempre el flujo de actividad de la organización es insuficiente para mantenernos haciendo labores altamente productivas. Algunas veces el ritmo decae, pero debe entenderse esto como un proceso cíclico relativamente normal, en donde lo importante es el nivel promedio.

Cuando efectivamente la experiencia nos enfrenta con la cruda realidad de que las labores que uno desempeña tienen poco valor agregado, hay varias formas de enfrentarlo. Lo inmoral es quedarse sentado sin hacer nada justificando la inacción en que no se le toma en cuenta. Lo fácil es empacar las cosas e irse a buscar nuevos rumbos. La decente, es hacer lo mejor que se pueda para que el trabajo, aunque nos parezca poco productivo, sea realizado con esmero y dedicación, y que si en ese momento puede ser que se le vea como algo inútil, en algún momento en el futuro, alguien lo rescatará como una labor valiosa. Lo inteligente es saber abrirse espacios, siendo creativo, retroalimentando a las esferas superiores.

La motivación es algo inherente al buen funcionario. Este se distingue por su creatividad, por hacerse indispensable, por aportar ideas en el momento oportuno, por constituirse en puente para superar tropiezos. Es el que no descansa hasta ver una labor completa en forma nítida y profesional, independientemente de si se lo van a reconocer o no. Es el que se abstiene del chisme infundado, del sarcasmo malintencionado, del chiste irónico, del comentario degradante.

 

Lógicamente, aún los mejores funcionarios son imperfectos y en cualquier momento están expuestos a padecer transitoriamente de arranques de irracionalidad o de ira, incluso a reaccionar en forma perversa o malintencionada, a inmiscuirse en chismes o cuentos, a formar corrillos, a enojarse contra sus superiores, contra las estructuras o contra sus propios compañeros. Pero ello es excepcional, algo que no es consustancial o permanente en su forma de ser.  Debemos estar conscientes que somos seres humanos, nuestros jefes son seres humanos y trabajamos con seres humanos. Como decía Voltaire, el hombre (agregaríamos ahora: “y la mujer”) tiene en su naturaleza una semilla de maldad (o como diría doña Mayela: un “pecado original”).  Por lo tanto, aunque no sea nuestra forma natural de ser, somos propensos a veces a enfatizar lo negativo, a trasmitir a los demás nuestras frustraciones, y tratar de esparcir nuestros desdenes. Cuando alguien se siente marginado, de inmediato y hasta sin proponérselo trata de ganar adeptos a su causa, y así estimula el descontento y la desmotivación. Aquí es donde hay que sobreponerse sicológicamente y no dejarse llevar por las masas, y mucho menos dejarse arrastrar por los líderes negativos.

 Es muy importante que estemos conscientes de nuestras debilidades humanas, y que aprendamos a reconocer las situaciones normales de desmotivación, y que las veamos como algo que ocurre siempre que estamos en la sima del ciclo. No nos debemos dar por derrotados. Algunos huyen y se cambian de trabajo, creyendo que así recuperarán la motivación. Pero para su decepción, muy pronto descubren que es simplemente el iniciar un nuevo ciclo, con sus cúspides y depresiones. El nuevo compañero que era simpatiquísimo al poco tiempo se vuelve un plomo. El jefe de buen carácter se nos echó a perder. La amiga que tanto nos apoyaba se puso en contra nuestra. El trabajo que tanto les gustaba, de un momento a otro ya no sirve.  Siempre hay que dejar que pase la tormenta antes de tomar decisiones trascendentales. Como dice Isaac Felipe (aparentemente parafraseando a un poeta méxicano): “nunca se pone más oscuro que cuando va a amanecer”. Siempre hay que dejar que pase la tormenta, y si recordamos con filosofía que los malos momentos se dan hasta en las mejores familias, no continuaremos alimentando la cadena de desconsuelo.

La motivación no siempre llega sola o brota espontáneamente. Pero debemos estar conscientes que la motivación, si bien puede ser estimulada externamente, es primero y ante todo un fenómeno interior autoproducido, y que nadie nos la puede internalizar si nosotros mismos no aportamos una plataforma adecuada. Una frase de aliento, una fiesta, una actividad, una capacitación, un aumento de salario, puede ser una chispa que ayude a motivarnos. Si cae en agua, se apaga. Si cae en material inflamable, se expande rápidamente.

Claro que todo lo anterior no exime la posibilidad de que efectivamente existan factores objetivos que produzcan malos entendidos, falta de comunicación, o apreciaciones subjetivas. Cuando ello ocurre, la solución es buscar vías de entendimiento y tender puentes, de buena fe, para resolver los problemas.

Debemos ver cada tarea que emprendemos, como un escalón más en la ruta de nuestro desarrollo profesional, y como una etapa cumplida dentro de nuestra carrera administrativa. Siempre hay alguien que nos observa, que se da cuenta de la calidad de nuestro trabajo. Paradójicamente es más importante que nuestros compañeros, aún aquellos que tienen posiciones de inferior nivel, aprecien nuestro trabajo, que incluso a que lo sepan nuestros jefes (casi siempre son los últimos en enterarse). Esos compañeros que se dan cuenta de nuestra calidad humana y nuestra capacidad de trabajo (buenas o malas) son los mejores heraldos ya no en la institución en que trabajamos, sino en todo el ambiente profesional. Quienes se preocupan más por quedar bien con sus jefes, pero sin desempeñar una buena labor reconocible y fácilmente apreciable por sus compañeros, usualmente no llegan muy lejos.

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